CUANDO EL AMOR Y LA LIBERTAD SE DAN LA MANO es una charla que impartí en junio de 2010 contanto la experiencia del espacio de reflexión '¿Es posible amar y ser libre a la vez?'.

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Han sido muchas las veces que Milagros me ha pedido que diera una charla sobre el espacio de encuentro y reflexión ‘¿es posible amar y ser libre a la vez?’ y, sin decirle que sí ni que no, cada vez que le oía esta pregunta, sentía cierta resistencia.
Una resistencia que tiene que ver con mi dificultad para traer aquí la chicha de un espacio que se ha ido gestando de ese modo sutil, casi mágico, como a menudo se gestan las relaciones que son realmente significativas en nuestras vidas.
Esta resistencia tiene que ver también con la dificultad para hablar sobre un espacio tan sencillo y complejo a la vez. Digo sencillo porque lo que hacemos allí es juntarnos, charlar, compartir y poco más, faltaría una mesa camilla para completar el escenario. Digo complejo porque de lo que hablamos es sobre nuestras vidas y relaciones, lo que hace que el intercambio se llene de matices, riqueza, misterio y, a veces también, de nudos, discrepancias y contradicciones.
Pero, gracias a la persistencia de Milagros y a que yo haya podido poner palabras a mis resistencias en lugar de huir de ellas, hoy estoy aquí.
Al mirar el camino recorrido desde enero de 2008 hasta junio de 2009, me doy cuenta que este ha sido un espacio donde el amor y la libertad se han dado, una y otra vez, la mano.
Hemos sido capaces de poner en juego, cada una a su modo, grandes dosis de verdad, de escucha, de apertura, de reconocimiento, de empatía, de cuidado. Y, como toda historia de amor que aspire a ser vivida con libertad, nuestras relaciones no han sido precisamente una balsa de aceite, ha habido también pasión, cambios y, como no, conflictos. Pero, gracias a ese amor del que os he hablado, hemos podido abrirlos, abordarlos, atravesarlos sin dañarnos, o sea, tomándolos como una oportunidad para conocernos más profundamente y poder ser más libres en la propia relación.
Hace un mes vi en televisión la escena de tres parejas heterosexuales que pasaban sus vacaciones juntas en un apartamento de playa. Las discusiones, las descalificaciones, la falta de escucha y de consideración eran constantes en la relación de cada una de estas parejas. Cuando la periodista les preguntó qué les llevaba a seguir junto a su pareja, las mujeres dijeron que era por amor. O sea, hablaban de un amor que nada tiene que ver con el que traigo hoy aquí.
Estoy dando a las palabras libertad y amor un sentido que no coincide con muchas de las imágenes, ideas, experiencias que a menudo se asocian a dichos términos. Intentaré ahondar un poco más en ello, ya que es sobre ello precisamente sobre lo que hemos charlado en nuestros encuentros.

1.- LIBERTAD Y LIBERACIÓN SON DOS COSAS DIFERENTES
Han sido muchos los cursos de formación en los que he propuesto a las y los participantes compartir alguna situación de su vida en la que se hubieran sentido libres. La gran mayoría de estos relatos han hecho referencia a experiencias vividas en soledad. Me acuerdo, por ejemplo, de experiencias relacionadas con nadar en la inmensidad del mar o bailar en casa con la música muy alta sin nadie que pudiera molestar o la de dialogar con la hoja en blanco para escribir un cuento o un poema.
Creo que todas y todos hemos vivido experiencias similares y hemos podido comprobar el valor que tienen estos encuentros de uno o una consigo para nuestras vidas. Con lo que, sin negar su valor, sí quiero destacar algo que me ha parecido significativo: en este ejercicio se han contado un número muy reducido de experiencias de libertad vividas en el seno de una relación. No sé si esto se ha debido a que realmente es poca la libertad vivida en relación, a que resulta difícil reconocerlas o a que se suele valorar más la libertad que se da en soledad.
Desde mi experiencia, puedo decir que relacionarse es un arte muy delicado, probablemente el más complejo y difícil que existe, aunque también es el que me ha traído las mayores satisfacciones.
Si pongo el acento en las dificultades que entraña relacionarse, no me resulta extraño el estupor, la inquietud o el cansancio que tanta gente manifiesta cuando habla de sus relaciones más significativas. Yo misma, en más de una ocasión, he sentido la necesidad de descansar de ellas, de liberarme de ese peso, aunque sea por un ratito.
Por todo ello, cada vez que alguien me cuenta una situación de libertad que ha vivido en soledad, me quedo con la duda de si, en esa experiencia, lo realmente significativo para esa persona ha sido la libertad o la sensación de liberación. Para mí la libertad tiene que ver con darse permiso para estar en sí, para escucharse, tenerse en cuenta y moverse desde lo que va pasando en ese encuentro de sí consigo. La liberación, en cambio, viene dada por ese alivio y ligereza que se da cuando nos quitamos un peso de encima. A veces, la libertad nos lleva a la necesidad de despejar el camino, o sea, de  liberarnos de determinadas cosas que nos bloquea o dificulta nuestro deseo. Ahora bien, el camino despejado puede facilitar, pero no garantiza por sí mismo, la libertad, la escucha de sí, la puesta en juego del propio deseo, etc.
En una ocasión una mujer contó que separarse de su marido le había permitido ver cada noche el canal de televisión que le viniera en gana sin tener que negociarlo con nadie. Nos dijo que le encantaba esa sensación. A mí me sonó que me estaba hablando de liberación y no tanto de libertad o, en todo caso, de una libertad muy estrecha.
Muchas mujeres hemos sentido la dificultad para relacionarnos como un gran peso. Muchas deseamos, añoramos, soñamos, con relaciones profundas y, a veces con mayor éxito que otras, buscamos el modo de que esto sea así. Es tanto el valor que damos a las relaciones que, gran parte de nosotras, las hemos puesto en el centro de nuestras vidas. Por todo ello, cuando el encuentro con el otro, con la otra, se hace duro, difícil o se convierte, más que en un encuentro, en un diálogo encontradizo, nos frustramos, nos cansamos, nos angustiamos. A veces, esta dureza nos hace tirar la toalla. En ocasiones, lo hacemos desde la inteligencia de quien no quiere desgastarse dando ‘margaritas a los cerdos’, aunque en otras, lo hacemos simplemente por pereza o cansancio ante el largo y complejo trabajo de mediación que se nos presenta.
Las dificultades que se dan en una relación son muchas, pero hoy quiero poner el acento en una de ellas. No es extraño que, cuando una mujer decide ser fiel a sí, cuando se atreve a mostrarse y a desplegar la fuerza de su deseo en el juego de la relación, se tope con gestos de extrañeza propios de quien acaba de escuchar un idioma totalmente desconocido. 
Esto ocurre, no sólo porque no es frecuente que alguien, sea hombre o mujer, se ponga en juego en primera persona mostrando su forma singular y única de ser y sentir, sino también y quizá fundamentalmente, porque, en el orden simbólico patriarcal que sigue dominando muchos contextos, el deseo y la libertad de una mujer abre una brecha y lo pone patas arriba, ya que es un orden que se ha sostenido precisamente en la invisibilidad y en el control de ese deseo.
Para entender esto que digo, quizás os resulte clarificador pensar en todo lo que pasa cuando una mujer decide expresar y vivir su sexualidad poniendo en el centro de la cosa sus deseos, sentidos, ritmos e imaginario. Son tantos los malentendidos que pueden surgir desde ahí, es tanto el trabajo de mediación que requiere el hacerse entender, que a veces dan ganas de tirar la toalla antes de empezar.
Cuando este tipo de experiencias se repiten, hay mujeres que llegan a la conclusión de que su deseo de amar y ser libre a la vez es un imposible. No es raro que algunas opten por automoderarse para poder dar espacio al amor, mientras que otras, por el contrario, limitan sus relaciones amorosas con el afán de proteger su libertad. O sea, son mujeres que se ven ante la dolorosa tesitura de elegir entre amar o ser libre.
Una mujer, ante esa tesitura, puede sentir que esté dando la razón, aunque en realidad se trata de otra cosa bien diferente, a ese discurso que a lo largo de la historia ha formado parte del imaginario de una parte significativa del mundo masculino, en el que se ha identificado libertad con virilidad desatada y que, por tanto, ha considerado el amor como una atadura. Digo que es la otra cara de ese discurso porque, a diferencia de éste, no está alimentada por el afán de poder, sino más bien por la impotencia. Aunque es fácil pasar de la impotencia al poder si una no negocia bien consigo misma.
Estas dos caras de la moneda están ahí, una hecha de poder y otra hecha de impotencia, invitándonos a creer que amor y libertad no podrán nunca ir de la mano. De hecho, son muchas las personas, mujeres y hombres, que, al oír la pregunta que da título a este espacio de reflexión, ¿es posible amar y ser libre a la vez?, han dicho que no, que esto es un imposible.
Sin embargo, resulta curioso escuchar esto cuando, en la realidad, me atrevería a decir que todas y todos hemos tenido alguna experiencia, por escueta que ésta haya sido, en la que el amor ha alentado su libertad o en la que su libertad le ha permitido vivir más intensamente el amor. Todas y todos hemos tenido relaciones que nos han permitido enriquecemos, expandirnos y, como ya dije, descubrirnos (en el doble sentido de la palabra), o sea, reconocernos y darnos a conocer. Y ahí, en esa expansión junto a otra persona, en ese darnos a conocer, en ese sacar para fuera lo que llevamos dentro, se juega, desde mi punto de vista, una libertad ancha, necesaria y gustosa.
Con ello quiero decir que, aunque es verdad que la relación es algo sumamente complejo y a veces muy difícil, en este mundo nos faltan palabras, imágenes, referentes para nombrar, reconocer y valorar esas experiencias de amor y libertad que están ahí y que, por lo mismo, a menudo nos pasan desapercibidas.
Asimismo, quería señalar que si echamos un vistazo a todo lo que ha pasado en los dos últimos siglos, podemos ver que ha valido la pena el trabajo hecho por diversas mujeres para hacerse entender, para hacer circular en el mundo sus deseos, experiencias y palabras, trabajo que ha permitido hoy a muchas de nosotras reconocernos sin sentirnos extraterrestres.
De hecho, nuestro espacio de encuentro y reflexión tiene una deuda impagable con estas mujeres. Siguiendo la estela dejada por ellas, juntas hemos ido encontrando palabras, energía y autorización para ser quienes somos y para ir creando, en la medida de nuestras posibilidades, las relaciones que en realidad queremos en vez de dejarnos arrastrar por lo que nos viene dado. Carmen, una de las participantes dijo un día que sentía que, en este espacio, aquí abajo, parecíamos unas conspiradoras. Pero no conspiramos en contra de los hombres o de las mujeres que no comparten nuestros planteamientos, ni tampoco para lograr más cuotas de poder, sino para encontrar el modo de SER, de hacernos presentes sin llevar más violencia aún de la que ya existe, o sea, para responsabilizarnos de nuestras vidas y de la huella que dejamos en el mundo.

2.- RESPONSABILIZARSE DE SÍ
Aunque en ocasiones fantaseemos o nos parezca goloso liberarnos de las relaciones por las dificultades que conllevan, en realidad no podemos liberarnos de ellas. Podemos liberarnos de algunas, pero no de todas. No podemos prescindir de ellas porque sin relación no somos casi nada.
Y me explico. Si nadie nos hubiese cuidado y querido mínimamente, hoy no estaríamos aquí. Sin las reflexiones, ideas, obras, experiencias creadas y vividas por otras personas, hoy no tendríamos referentes para actuar y pensar ni para crear nuestras propias reflexiones, ideas, obras y experiencias, y yo no podría estar aquí en esta mesa, hablando de todo esto. Sin relación no me veo en la tesitura de darme a conocer y, por lo mismo, me es mucho más difícil llegar a conocerme.
Por todo lo dicho hasta ahora, en este espacio de reflexión, en vez de proponer que contemos situaciones de libertad a secas, he hecho una invitación para charlar sobre situaciones de libertad vividas en relación. Esta propuesta nos ha permitido reconocer situaciones en las que hemos podido comunicar a alguien algo sobre lo que nos resulta difícil hablar, hemos enriquecido nuestra vida, hemos encontrado el modo de hacer de un conflicto una oportunidad para conocer y darnos a conocer, hemos dicho que no o que sí sintiendo en ese monosílabo una consonancia perfecta con nuestro deseo, etc.
Todas estas situaciones conllevan un elemento común: en ellas hemos podido ser quienes en realidad somos. Es más, han sido situaciones en las que ser la que se es no ha impedido escuchar y acoger a la otra persona, más bien al contrario. O sea, son situaciones en las que ninguna ha sentido la necesidad de ningunearse ante la presencia de la otra persona, ni de ningunear a la otra persona para hacerse presente.
O sea, con esta reflexión hemos dejado constancia de que sí es posible amar y ser libres a la vez, ya que todas habíamos tenido esa experiencia.
Ahora bien, a medida que fuimos quitando capas a la cebolla, surgió un matiz que, a mi parecer, es fundamental. Para explicar qué hizo posible que fuéramos libres en cada una de estas situaciones, se puso el acento, bien en la otra persona (es que me escuchó, fue amorosa, supo acogerme, no me enjuició), o bien, en la sustancia de la relación (es una relación muy consolidada y no hay riesgo de ruptura).
Estas explicaciones parecían sugerir que ninguna había tenido responsabilidad a la hora de vivir, sentir y poner en juego su libertad, como si sólo fuera posible ser libre cuando la otra persona nos deja o nos pone las cosas fáciles, o más aún, que si no somos libres es porque los y las demás nos lo impiden.
Sin embargo, todas y todos conocemos a mujeres (y también a hombres) que han sabido encontrar la mediación, el modo de hacerse presentes y de tomar la rienda de una relación en circunstancias verdaderamente complicadas. Del mismo modo, conocemos a personas que, ante la acogida y atención de otra, se han escudado detrás de una máscara o en la representación de un rol.
Es verdad que cuando alguien nos escucha, se interesa por lo que tenemos que mostrar y nos acoge es más fácil poner en juego lo que somos, deseamos, sabemos, necesitamos, pensamos. Pero si no hay una negociación interna de cada una consigo, esto es imposible, si no escucho qué pasa en mi interior, si no me pregunto qué quiero o qué necesito, si no dialogo con mis propios fantasmas y también con mi sabiduría y mis deseos, es fácil dejarme llevar por lo que me viene dado, aunque no me guste, sin atreverme a SER.
Del mismo modo, si me atrevo a entrar en contacto con lo que hay en mí, si me tengo presente, podré preguntarme en cada relación, en cada situación, por difícil y convulsa que ésta sea, qué pinto ahí, qué quiero expresar a esa persona concreta que es así y no de otro modo, qué me es soportable y qué no lo es, o sea, qué quiero y qué puedo crear con alguien que es como es y no como yo quisiera que fuera, siendo yo así como soy y no de otro modo.
De lo que estoy hablando es de responsabilizarse de sí y de hacerlo en el marco de lo real, o sea, sabiendo reconocer la fantasía o la ensoñación como lo que son, fantasías y ensoñaciones, en vez de confundirlas con lo real. Y, por cierto, cuando digo realidad, no hablo sólo de lo que nos viene dado, hablo también de nuestros deseos y de nuestra creatividad o imaginación a la hora de dar lugar a esos deseos en cada relación, transformándola.
Estoy haciendo una invitación a no quedarnos en esa queja estéril que se da cuando echamos la culpa de todo lo que nos pasa al mundo o a las otras personas. Es una invitación a no detenernos demasiado tiempo en ideas como ‘si ella o él no fuera así como es todo sería más fácil’, ideas que nos hacen dar vueltas y vueltas sobre un mismo eje, sin encontrar una salida. Es una invitación, por tanto, a intentar mirar el mundo y a la gente tal cual son, para, desde ahí, buscar el modo de relacionarnos con personas reales.
El registro de lo real permite tener un terreno sólido sobre el que caminar, permite reconocer el punto de partida para continuar caminando, permite preguntarme cuál es en realidad mi deseo en la relación con alguien que es así y no de otro modo, cómo dar forma a ese deseo con esa persona concreta. Esta no es una cuestión baladí, son demasiadas las mujeres que aguantan relaciones infernales por la esperanza de que él (o a veces ella) cambie, por el miedo a enfrentarse a lo que supone ver quien es él o ella en realidad y también por el miedo a verse a sí misma. Es algo así como estar conduciendo y, ante el peligro inminente de accidente, cerrar los ojos con la esperanza de que, no viendo, la realidad se adapte a nuestros deseos.
Y os pongo un ejemplo. Tengo una amiga en Lanzarote (yo soy de allí) que me cautiva con su inteligencia y agudeza mental. Sin embargo, cada vez que vuelvo a la isla no me pregunta cómo estoy ni escucha cuando le hablo de mí, me da la sensación de que no le interesa demasiado cómo estoy o como me siento. Asimismo, es una mujer con mucho nervio, no para quieta, habla con mucha pasión, gesticula mucho, habla muy alto y muy deprisa. Han sido muchas las veces en las que he acabado agotada al estar con ella, tanto por verme escuchándola sin sentirme escuchada, como por ese arrojo y energía que pone ella al hablar.
La tentación de poner la pelota en su tejado es grande, sería fácil decir que el problema consiste en que ella es una plasta que no escucha y es un torbellino cuando habla. O sea, es fácil quitarme responsabilidad ante lo que siento, necesito y deseo en esa relación. Es fácil quedarme atrapada en el intento de que ella deje de ser quien es para ser otra. Y ahora os confieso, así he estado mucho tiempo.
Cuando fui capaz de hacerme responsable de mi problema dentro de esa relación todo cambió, cuando fui capaz de entender que me agota escucharla más tiempo del que realmente me apetece hacerlo, que no me resulta fácil contar mis experiencias o sentimientos cuando no me siento escuchada por ella, que se me hace difícil acoger  tanta energía, pude enfrentarme a mis dificultades, a mis miedos y a preguntarme qué puedo hacer ante esto, cómo puedo relacionarme con ella sin pasarlo mal. Ahora, por ejemplo, sólo cojo el teléfono o quedo con ella cuando tengo realmente ganas de escucharla o cuando a mi estado de ánimo le viene bien alguien con arrojo y energía. Asimismo, ya no busco que se interese por mi estado de ánimo y le relato sólo aquellas cosas que sí sé que le gustan saber de mí o intento derivar nuestras conversaciones hacia derroteros en los que ella pueda desplegar esa inteligencia que tanto me gusta.
O sea, he dialogado con mis límites, con mi dificultad para relacionarme más profundamente con alguien que es así, ojalá descubra el modo de ensanchar estos límites, ahí ando. Y así, en el terreno de lo posible, vivo toda la libertad y todo el amor que hoy por hoy soy capaz, ni más ni menos.
Una mujer que ha acudido a este espacio nos contó que se ha pasado gran parte de su vida enfadada porque su marido trabaja muchísimo y suele llegar a casa muy tarde. Ella le había pedido muchas veces que llegara antes y estaba ya harta de esperar tanto. Cuando por fin asumió esta situación como un problema propio, cuando asumió que él no reaccionaba ante sus demandas porque en realidad no quería llegar antes, dejó de esperarle y empezó a llenar ese tiempo con cosas que le gustan, que le hacen bien. Este cambio, a diferencia de la estrategia anterior, sí hizo reaccionar a su marido y ahora, cuando a veces él llega pronto a casa, no siempre la encuentra allí.
En estos dos relatos, el hecho de hacernos responsables de la situación y de dialogar con lo real, nos ha permitido crear un nuevo punto de partida, otro terreno, otra realidad, sobre la que seguir caminando y, quizás, quien sabe, poder profundizar aún más en cada una de estas relaciones sin dejar de estar presentes en ellas.
En fin, que la libertad no es algo que venga por arte de magia, implica negociación interna, puesta en escena, trabajo de mediación, responsabilizarse de sí, creatividad… 

3.- LA OTRA PERSONA ES REALMENTE OTRA
Si asumo mi responsabilidad y mis problemas como míos, será más fácil (aunque no lo garantiza) que la otra persona me tome en consideración, transforme su conducta, me acoja, me facilite las cosas. Por ejemplo, es más fácil que alguien me escuche y me tome en consideración si le digo que necesito comunicarme de forma más profunda con ella que si le reprocho su silencio, su cerrazón, si la etiqueto de obtusa, etc.
Pero la cosa no acaba aquí. Hace falta, además, disposición para escuchar y entender qué le ha hecho sentir a esa otra persona mi demanda, para aceptar que ella también forma parte de la relación. Si soy capaz de acoger sus miedos, dificultades, nudos o simplemente desinterés por comunicarse más a fondo, la posibilidad de llegar a un entendimiento y a una forma de comunicación en el que ambas necesidades y sensibilidades estén contempladas, será más alta.
Lo que quiero decir es que es más fácil llegar a acuerdos satisfactorios si asumo que la relación es cosa de dos personas con necesidades y sensibilidades diferentes. Pero, cómo hacerlo, cómo escuchar, ver, atender a la otra persona, si a menudo no somos capaces de ver que la otra es realmente otra, que el otro es realmente otro. 
En la primera sesión de este espacio de encuentro y reflexión propuse un ejercicio que consistía simplemente en contar a una compañera algo que quisiera compartir relacionado con su vida y, luego, esa compañera le decía qué le había suscitado lo que acababa de escuchar. Os cuento tres ejemplos de lo que sucedió en este y en otros espacios donde he hecho este mismo ejercicio:
Una mujer contó a otra que llevaba 30 años casada. La otra se asombró al escucharlo pensando en lo difícil que habían sido para ella sus 15 años de relación con su pareja. O sea, parece que no fue la experiencia de la otra la que le suscitó algo a esta compañera, sino que fue el recuerdo de su propia experiencia el que le llevó a imaginar su propia vida con un matrimonio de 30 años de duración. De este modo, ella hizo un ejercicio que solemos hacer a menudo y que consiste en ‘quítate tú para ponerme yo’.
No sé si me he explicado bien. Con este ejemplo pudimos ver como, en un plis plas, es fácil desplazar a la otra persona, dejar de verla, de tomarla en consideración, tomando su experiencia, no como lo que es, una experiencia singular y diferente a la nuestra, sino simplemente como un pretexto para hablar de la nuestra. Cuantos diálogos de besugos se entablan desde ahí.
Una mujer contó a otra que le gusta vivir en Madrid, ante lo cual, la otra le respondió que no lo podía entender porque le parece horrible esta ciudad. Pero, la dificultad para entender no vino, como dijo, por los gustos estrafalarios de su compañera, sino por su propia resistencia a acoger y escuchar esta forma diferente a la suya de sentir y vivir. Si ella se abriera a la singularidad de la otra, quizás descubriría encantos de Madrid que le son desconocidos.
Una mujer joven contó a otra mayor un viaje que acababa de hacer. Esto llevó a la mayor a recodar su propia juventud en la que se sintió muy limitada y en la que no pudo viajar. La mayor dijo a la más joven que le encantaba verla tan libre y la joven sonrió extrañada porque en realidad no se había sentido muy libre en ese viaje. Con este diálogo se hizo evidente que la mayor juzgó la experiencia de la otra a partir de sus propios parámetros, sin pararse a ver, a sentir, a entender cuáles eran los parámetros vitales de la joven.
Este ejercicio despertó muchas risas. Con él quise que viéramos la dificultad que hay para escuchar, aprender de la otra persona, dejarse dar por ella, dejar que ella sea quien es realmente… Aunque, como no podría ser de otra manera, también hubo mujeres que escucharon con atención lo dicho por la otra dejando que se despertara en sí la curiosidad por saber quién es su compañera y la alegría por poder entrar un poquito más en su interior.
Dejar espacio para que la otra persona sea quien es, se muestre, se explique, se de a conocer, es el principio del amor. Saber que la otra persona es realmente otra, con su propia sensibilidad, deseos, necesidades, es algo esencial para poder VERLA, ABRIRNOS A ELLA, DESCUBRIRLA, ENTENDERLA. Es que, como ya dijo María Zambrano, el amor no es ciego, sino que nos hace visionarias o visionarios.
En la relación entre mujeres, dejar que la otra sea realmente otra es abrir la posibilidad para que el amor cobre un mayor protagonismo en nuestras relaciones y para que los espacios creados por nosotras sean de intercambio, de reconocimiento, de energía, de libertad. Desde ahí, pierde sentido forzar un ‘todas a una’ que tanto ha dañado nuestras relaciones, pierde sentido también vivirlas como un ‘mientras tanto’ hasta encontrar ‘pareja estable’, ya que no estaremos dispuestas a renunciar fácilmente a la amiga o a la compañera o a la amante, y tampoco tendrá sentido hacer de estas relaciones una especie de refugio ante el mundo porque sabríamos que éstas son parte del mundo, una parte fundamental del mismo.
En la relación con los hombres, dejar que el otro sea otro, nos abre la posibilidad de desplazar el resentimiento, la violencia y el poder de dichos vínculos. Nos abre la posibilidad de una libertad más ancha en la medida que podremos ser otra diferente a él sin la necesidad de medirnos con él, o sea, sin vernos avocadas a ser más, menos o iguales que ellos. Es más, nos permite poner en juego nuestros deseos, necesidades, pensamientos y experiencias simplemente por eso, porque forma parte de lo que somos. Situar la relación en estos términos abre el camino del juego, del aprendizaje, del intercambio, del enriquecimiento…
Hace falta dejar un espacio entre la otra persona y yo para hacer factible una relación en la que pueda verme y mostrarme, en la que pueda ver a la otra persona y escucharla, en la que ambas puedan expresar sentimientos, deseos y necesidades sin fundirse o confundirse con la otra, o sea, enriqueciéndome con la otra sin dejar de ser, abriendo los conflictos sin entrar en una lucha de poder, dando una oportunidad a la hondura, al amor y, como no, a la libertad.

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